Carla Coronado
Al ingresar a la sala, los músicos tocan un metal suave, uno de ellos está sentado en una mecedora de madera de las clásicas, estilo Art Déco, esta simboliza el ritmo del tiempo, para luego convertirse ella misma en la coraza de los seres que habitan este espacio recubierto de texturas negras y formas retorcidas. Los músicos, también de negro, con sus guitarras eléctricas me introducen en un hábitat que podría ser hostil, sin embargo hay algo de transparencia en la actitud de ellos que me invita a relajarme, ya que mantienen un diálogo que se expresa con posturas naturales y cotidianas, pues no son actores, y no pretenden serlo, esto les da más credibilidad a sus gestos, aunque quizás se pueda reforzar la proyección de su presencia escénica, sin caer en la actuación teatral. Al finalizar la música de introducción, aparece detrás de la mecedora, una mujer grande con un vestido rojo, que jala del borde del escenario metros de rafia negra, se coloca en la esquina del fondo derecho y la rafia forma una inmensa falda que recubre el suelo. Entonces ingresa un hombre que se envuelve en esta tela tejida de hilos plásticos moldeables. Ella se ha confundido entre el público y lo observa. El hombre toma las cuatro puntas de la tela, mientras baila al centro de la misma, y entonces se forma una gran masa negra que se mueve, y deja ver por destellos, su cuerpo retorciéndose ligero, en un cuadro de sutil poesía, que dura lo que le toma cargar con todo sobre su espalda. Este inicio me cuenta un poco sobre la curiosa forma que tienen estos insectos para reproducirse, en la que el adulto hace una pelota de excrementos, excava un nido subterráneo y deposita los huevo, es decir, de la descomposición misma, nacen los escarabajos.
Los músicos empiezan a discutir sobre la mecedora, que en sus líneas curvas genera la pregunta sobre cuantas mecidas debe tener para ser la requerida, sobre el peso que debe tener para no mecerse tanto, enseguida se sienta él, luego ella, con ella la mecedora se mueve justo lo necesario. Entonces ya en contacto, los bailarines se dan vuelo, en este espacio reducido sus cuerpos se despegan, el uno impulsando al otro, afectándose, influyéndose, logran estirarse y agruparse continuamente, para luego adoptar a la mecedora en su forma y en su ritmo pausado. Hacia la mitad de la obra, la pareja despega de las paredes cada uno estas rafias retorcidas que cuelgan, de pronto la música se detiene, la pareja se inmoviliza. Uno de los músicos se da cuenta de su poder y se lleva la bolsa de rafia que la mujer había desenrollado. Al reiniciar la música, la pareja no parece darse cuenta de los cambios, y continua su danza, enlazados por la rafia, como un gran anillo que los encadena. Ella parece no inmutarse del tiempo, su mirada es lejana y me transmite honestidad, pues aunque su rostro permanece neutro, no hay tensión en su gesto, su cuerpo adquiere un dinamismo desde sus pies hasta su cabeza, que me indica que ella posee una técnica conocida como Axis Syllabus, en la que el movimiento se basa en la distribución del peso de las distintas partes del cuerpo. Él posee presencia de tierra, su mirada es más cruda, más directa, pero se deja llevar por ella, se deja cargar, el gesto se da por la actitud que cobran sus manos y sus pies, y ambos se ven fuertes y seguros de las direcciones que van tomando, cual decisiones que se transmiten por el mero contacto. Ambos están ensimismados en su mundo, los músicos son un elemento extrínseco que juega con ellos, convirtiéndose en el puente que me permite acceder en esta atmosfera tan intima. El momento clave de la propuesta, lo que sería quizás la espina de la obra, se da cuando el dúo de bailarines toma la forma de la mecedora y los músicos intentan hacerlos mecer al unísono, pero llegan a la conclusión de que esto no será posible, pues cada uno tiene su tiempo personal.
De esta manera ambas parejas retoman sus lugares, la pareja al medio ensimismada en su burbuja de sonidos metálicos. Si bien no hay momentos de picos altos, pues no hay cambios radicales en cuanto a movimiento, sonido e iluminación, esto respalda el tema del tiempo propio, idea abstracta que se manifestó en mantener un flujo restringido versus un flujo continuo, reforzando la idea del vaivén, apoyándose en los sonidos que han ido captando la esencia de cada momento, variando sutilmente en intensidad, coincidiendo silencio con quietud, con movimientos que pasan por la doble altura para entregarse aterrizando deliciosamente en el suelo. Finalmente, se trata de una obra que ha mantenido coherencia en su totalidad, y esto me genera satisfacción, creo que este es un ejemplo de lo difícil que es respetar el mensaje, sin la necesidad de utilizar falsos recursos que a veces encuentro en el virtuosismo o en el gesto disforzado.
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